He vivido demasiado tiempo entre las bestias, me temo,
y ahora ya no me reconozco entre mis semejantes.
Somos superiores. Tenemos el don de la palabra.
Pero raramente lo usamos; a mis semejantes les da
cada vez más miedo usar la palabra; se comunican
con gruñidos y complicadas forma de esquiva.
Igual es bueno; igual es una vuelta a lo animal;
pero en ese caso, ¿no deberíamos dejar
de sentirnos superiores?
El don de la palabra; lo rechazan mis semejantes.
Ayer, o hace unas semanas, iba a verter amargas palabras
sobre mis semejantes. Pero no quería caer en la amargura.
No hay por qué hacerlo.
No es tiempo de quejas amargas, sino quizá de lucha.
He vivido demasiado tiempo entre las bestias, me temo, y no entiendo ahora a mis semejantes. O quizá sea que sólo veo una parte de mis semejantes, la más embrutecida. Puede ser; los condicionantes sociológicos son un hecho, están ahí. O quizá se ha popularizado una expresividad de ghetto. Pero me temo que
en ese caso, tampoco las élites serán demasiado admirables, no, no me lo parece: la aristocracia (me refiero a la verdadera aristocracia) ha caído en la complacencia de la masa y ha querido permitirse sus bajezas. Ni de referente sirven. Me imagino que también las verdaderas aristocracias estarán pasando por tiempos de lucha, de aniquilación; como pasa con cualquier cosa que sea verdadera.
Insisto: no son palabras de amargura, pero a golpes se forja la espada, con dolor nos endurecemos cuando somos jóvenes, aprendemos, y luego ¿no se siente uno feliz de haber aprendido? Más bien, no feliz, sino consciente de que no había más remedio. No suele haber otro camino. No me encuentro sumido en la tristeza ni en la amargura: se puede decir que nunca había sido tan feliz.
Decía que el ser humano me resulta a veces extraño. Reconozco la infinita variedad y los peligros de la generalización. Conozco suficiente gente como para saber que abunda lo respetable, lo bueno, lo humano. Pero me sigue pareciendo brutal el gesto despreciable, la ceguera, de buena parte de los que me rodean. ¡Qué sabios son algunos para vestir a la última moda, para llevar colgado el último gadget mágico! ¡Qué complejos sistemas de jerarquías basadas en el deporte, en lo superficial de relaciones de cuento! ¡Qué de sabios y sabias, y sin embargo, muchos sólo aciertan a mirarte con gesto de cordero asustado cuando les dices "buenos días"! Muchos, aterrados por el sonido de la voz humana, por el conflicto entre la obligación de interactuar y su pánico obtuso, no llegan a articular ni un gemido ahogado, como he oído algunos. Y sin embargo, ahí cuelga el bolso del dibujito del oso, ahí reluce la gomina o el zapatito elegante.
Máscaras. Miles de máscaras. Todos (yo también, claro) las usamos. El delito quizá está en abusar de la máscara, en superponer una sobre otra hasta olvidarse no sólo de quién eres (lo que trae cierta felicidad a ciertos grupos de dirigentes) sino de qué eres (no creo que sea producto de un maquiavélico plan, sino sólo consecuencia del olvido de lo espiritual durante siglo tras siglo). Pero no hablo de nada nuevo. Soy consciente de que me repito, y aún así, creo que debo decirlo. Pero no era de máscaras exactamente de lo que venía a hablar, aunque sí, quizá tenga que ver más de lo que me creo. Otra risa falsa recuerdo tras el cristal de una cafetería. Mis detractores, que no existen, que no se molestan en comprobar mis escritos, me dirán que cómo sé yo que es falsa. Que si no es falsa la mía. No, la mía no es falsa. No suele ser falsa (me dan miedo las afirmaciones absolutas sobre mi porque me parezco pretencioso en suponerme constante). No suelo ensuciarme encima; cuando era niño llevaba pañales: me lo hacía encima. Aprendí a no hacerlo. De igual forma, hace ya muchos años que no me río falsamente. A lo mejor enfermo puedo hacerlo. No sé si embrutecido por los alcoholes lo he hecho alguna vez; no lo creo. De todas formas, cada vez me emborracho menos veces. Los testigos abundan. Ya no trae apenas inspiración, es para mi, creo, un aliado perdido, o uno demasiado potente que exije demasiado a mi cuerpo debilitado.
Risas falsas; las reconozco igual que tú. Maniobras de esquiva, enmudecidos huidizos semblantes. Al final, no es más que miedo, miedo a que el otro sepa más de mi, a que quiera que yo interactue. Deben de pensar: quiero quitarme de encima a este semejante mío. Tengo bastante con mi mundo problemático, no deseo otra posible fuente de problemas. Miedos, miedos complicados, intangibles, alimentados diariamente por la máquina. ¡Venzamos todo eso! No me cabe duda de que acabaremos venciéndolo: el ser humano es un animal libre, y es un animal curioso. Pero ¡cuidado! los perros fueron una vez animales libres, y ahora dudo de si lo siguen siendo del todo, tras milenios de domesticación. Y la domesticación puede tener un instrumento en el miedo. El miedo es el que genera la vergüenza a mostrarte humano ante otro humano.
Si fuera en verdad amargo, y si todos fueran así, entonces no tendría sentido lamentar la desaparición del ser humano sobre la tierra. Sólo en ese caso, creo, estaría justificado nuestro ocaso. Pero, un momento, ¡no! ¡no lo estamos haciendo tan mal! Tendremos nuestros defectos, pero hemos sobrevivido durante milenios. No. No me vale: hemos sobrevivido, sí. Quizá cuando éramos más animales. Pero los virus lo han hecho igual de bien entonces. Cuánto compartimos ¿verdad? con ellos. Pero alguien suponía que debíamos hacerlo mejor; no hemos sido capaces. Pero ¿merecemos acaso la desaparición por ello? No, mientras sigamos teniendo potencial, mientras tengamos conciencia de nuestros pecados, mientras tengamos instinto de mejorar (por eso jamás podré alabar el feísmo, ni el nihilismo que tanto se ha puesto de moda).
No hay razón para desear la caída del imperio humano. Ni esos decadentes con traje siquiera, ni esas risas tontas. No deseo el final de la humanidad, y menos la iba a desear por algo tan tonto como un paseo casual sobre una fracción de mi especie. O sobre mi mismo; yo no soy especial. Yo soy igual que todos; acaso me haya castigado un poco más y sea un poco más consciente de mi estupidez. Considerarse especial sería una despreciable vanagloria. No soy especial, pero tampoco soy común. Persigo mejorar. Caigo una y otra vez en el error. Pienso que hay algo moral en el instinto de mejora. Pienso que la lucha, si es noble, no es un pecado. No reivindico la miseria de los tiempos antiguos, pero sí añoro su nobleza. Existió: hay prueba. Que cada vez menos sepan leer los libros donde se conserva no hace que nunca haya existido, mal que pese a algunos. Y a algunos les pesa, creedme. Sobre todo a los que repugna el esfuerzo, y a los que no pueden pensar en la perfección porque han perdido ya todo referente.
Yo por mi parte, no tengo miedo a ese final de la humanidad, aunque no lo deseo especialmente. Creo que parte de ese miedo a que desaparezca el ser humano es en realidad miedo a que desaparezca toda conciencia, toda inteligencia sobre la Tierra, quizá sobre el Universo. Sería algo horrible, un desperdicio -un pecado- intolerable hasta para la mente más embrutecida. Pero me he dado cuenta de que se nos olvida algo: la conciencia no es exclusiva de nosotros, los monos desnudos: todos los animales la poseen. Quizá sea una conciencia menos refinada, tal y como nosotros lo vemos, aunque cada vez me parece más bien que la nuestra es la conciencia de un animal enloquecido, y que precisamente por ese extremismo de la evolución hemos desarrollado culturas (manifestaciones de una retorcida anomalía fisiológica). El mundo estará poblado por conciencias, por sentimientos, recuerdos y sueños. Eso lo sabe cualquiera que haya mirado a los ojos a un perro, a un gato. Ojalá, si caemos, que ellos sepan combatir el miedo mejor de lo que hemos sabido hacerlo nosotros.
1 comentario:
Largo y denso, mi querido bro, largo y denso.
Apenas podría añadir o señalar algo de todo esto que he leído. Es cierto que cada vez se supone que somos más evolucionados y sin embargo parece que involucionamos. Un antoguo amigo se quejaba de que los gadgets tipo Gps hacen que la vida sea tan cómoda que después no sabremos volver a vivir sin ellos. Puede que sea cierto, pero ello no quita para que vivamos mejor con cañerías de agua que como vivíamos cuando teníamos que bajar al arroyo.
El caso es que la sabiduría humana ha hecho nuestra vida más fácil, y ciertamente más torpe a la hora de buscarnos las castañas cuando algo nos falla. Pero no es ni bueno ni malo, es simplemente nuestro progreso. Con ese progreso ciertamente tb nos estamos cargando nuestro propio hábitat, aunque como animales siempre seguiremos teniendo el instinto de supervivencia necesario como para que nos replanteemos lo que hacemos, espero.
La otra parte negativa de todo este progreso es la muerte cerebral y humana a la que está llevando a la humanidad este progreso. Antes la gente hablaba en el Metro sin conocerse; ahora todos vamos con nuestro Mp3. Cada vez estamos más aislados, y la tendencia de reunirnos en grandes urbes acentúa esto: cada vez estamos más sólos dentro de la masa, por lo tanto es normal que desconfiemos del que tenemos al lado. Es triste, pero es así. Y me temo que no se puede hacer nada, sólo podemos tratar de vencer, cada uno por su lado, esta tendencia; pero siendo sincero, es más cómodo ponerse los cascos. como persona ciertamente introvertida, me violenta muchas veces que me hable alguién que no conozco; es estúpido, lo sé, a veces seguir esa conversación me ha dejado buenos recuerdos, pero aún así no puedo dejar de sentirme un tanto violentado cuando un desconocido me habla. Sin embargo no me importa hablar a una pantalla y mostrar mis opiniones y sentimientos a todo el mundo... ¿por qué así si y cara a cara no?
Si lo supiese no lo estaría escribiendo.
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