Una vez cavé, cavé profundo. Era una época de veranos encadenados. Se respiraba arena y polvo dorado. El Sol en el horizonte era una piedra de oricalco de la que los dioses limaban para alimentar sus vimanas. Todo eso lo leía de una biblioteca profana, prohibida, destinada sólo a ser leida pasados muchos años. Pero en el resplandor dorado de la playa se abría una ventana temporal, un portal. Yo lo aprovechaba; antes de que cayera la noche, envuelto en el aire de la marea alta, leía las letras que tendría que estar leyendo décadas después, cavaba, recordaba las leyendas pasadas, el oro que vinieron a buscar. Inventaba canciones sobre ello, y las reflejaba en construcciones de arena, orgullosos palacios de algas y barro, de madera porosa a fuerza de ahogada. Si cavaba lo suficiente, llegaba al agua, un principio del laberinto eterno y más grande que existe o puede existir, casi.
Yo cavaba, cavaba, para erigir el más grande de los palacios a los dioses del sol y de la luna, del aire y del tiempo detenido. Una vez cavé tan profundo que llegué a una de las cuevas primeras, y allí estaba ella, la Señora de la Arena. A mi espalda subía el canal que había creado, que era un recuerdo de los que construyeron los primeros pobladores, los que no son de los nuestros, y los que luego les imitaron por primera vez. Había encontrado a la Señora de la Arena en ocasiones anteriores, pero siempre me había avergonzado mirarla a los ojos; esta vez llegaba yo a su morada, invitado por los caminos que ella había trazado a partir de la caída casual de los terrones, de las corrientes de arena saturada que se hundía haciendo que mis manos cavasen en una dirección u otra.
A mi espalda estaba el canal hacia la superficie engañosa, enfrente de mi los amplios lagos de agua salada, con metales pulverizados sobrenadando en la superficie donde la espuma se arremolinaba, los escalones de bordes redondeados que subían hacia su trono, un montículo de arena que solidificaba y fundía a voluntad, un trono ignorado porque su trono auténtico era ella misma, su velo de gasa de espuma que la rodeaba enroscándose, las joyas engarzadas en espiral, cristal y granate translúcido y ambar de las profundidades y blancas piedras nunca vistas tierra adentro, estas joyas que en espiral se remontaban hasta su faz, blanca y antigua como las edades de la piedra y el mar.
Ella me hablaba de una música anterior a las leyendas que había descubierto en papel olvidado y que me afanaba en transcribir a la piedra. Una música que no podía ser transcrita sino era usando como materia prima la propia carne. En su defecto usábamos la arena, y entonces recordé otro cuento de los primeros días en los que se sopló sobre algo hecho de arena, y lo que ocurrió entonces. Fueron tiempos de una felicidad primitiva e inmaculada. La música que me contaba reverberaba en el propio paso del tiempo. Era un tiempo de una felicidad primitiva e inmaculada.
Luego un portal llamado olvido, poderoso, nacido de una confusión que también era de un futuro distante cayó sobre nosotros, y dormí.
Hace poco volví a las playas de la arena. Deslumbrado por el sol, la ceguera de luz me trajo un recuerdo aniquilador, como ese sol desnudo, y volví a cavar desesperado como el que recuerda que ha dejado encerrado a su ser más querido. Cavé y cavé, mientras me inundaba con cada vez más fuerza el horror a descubrir que en mis salvajes manotadas la arena ya se mezclaba con la carne, con una carne que llevaba milenios pudriéndose bajo el implacable manto de los eones de la arena.
Y agotado por el golpear del sol en mi espalda y de las olas en mi cabeza, agotado tras cavar durante tanto tiempo que el mar a mi espalda parecía seco, y el sol perdido tras una noche gris, caí dormido, y en mi sueño volví a verla, cantando, en nuestra Cueva de Arena.
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